Amanece, 6:30 de la mañana, es tiempo de lluvias y de una estancia en León Guanajuato; un día impensable para salir al campo de golf.
Telefoneé a un par de amigos para invitarlos a compartir una inusual excursión, todo en vano; la lluvia y la niebla son para ellos la cara hostil y plañidera del día. Da igual, me resuelvo a salir por mi cuenta y a disfrutar de la «adversidad» climática. La neblina, los
árboles fantasmagóricos y un discreto atisbo de rayo solar pintan para mí una escena magistral. Y ahí, entre los jirones de las nubes bajas, sorpresivamente me topo con un solitario amigo que accede a participar en mi exploración.
El amigo en cuestión era Paco, un joven de 68 años con quien yo ya compartía una vivencia más profunda que la de aquel día húmedo: un sistema de salud poco evolucionado con su imperativa dinámica y una misma enfermedad, alguna vez nos sentenciaron, hecho que nos «arrimó irremediablemente a la esencia de las cosas».
Ahora entiendo que no fue obra de la casualidad el habernos
encontrado justamente ahí, ese día, buscándole algún sentido al
aparente caos. Tampoco lo fue, en su momento, tratar de encontrarlo
ante la contundente sentencia médica.
Sentido de vida es lo que viene al paso cuando el dolor y el miedo
nos expulsan de la automática, sincrónica y cómoda cotidianeidad.
Solo cuando la enfermedad y el dolor son inevitables ad-
quieren una función, cobran un sentido profundo en nuestras vidas.
Para muchos de nosotros, la enfermedad ha sido el gran gurú, un
instrumento preciado que Dios nos concede para redibujar nuestras
vidas, a veces tan vacías; un medio que nos permite reconectarnos al
Orden.
Como agentes de la salud, esta intensa experiencia, de esta magnitud,
nos pone en condiciones de facilitar el camino a otros que
transitan por los mismos pasajes, nos regala con el don de la empatía,
nos invita a transformar, juntos, lo aparentemente inevitable en
aprendizaje y en equilibrio.
—Dr. Antonio Salas V.,
Director del Consejo de Bioelectromagnetismo
